Bendiciones!
Pamela Labatut H.
Me resulta difícil escribir lo que bulle por salir. Llevo tiempo queriendo escribir este post, y lo hago hoy quizás empujada por la racha que llevamos, porque cada vez me conozco y acepto más, y/o porque no quisiera transmitir en mi espacio (en los artículos que escribo) que soy la madre perfecta, que todo lo sabe y todo lo hace bien con su hija.
Las madres no somos perfectas ni somos siempre “buenas madres”, no amamos incondicionalmente siempre a nuestros hijos, ni lo sabemos todo acerca de ellos. Las madres no sólo albergamos amor, también albergamos violencia, unas mas otras menos, o quizás es que unas sabemos contenernos mas o menos que otras. Y lo peor de todo es que esto parece ser un tema tabú entre muchas de nosotras, madres, que queremos lo mejor para nuestros hijos y nos cuesta reconocer ante los demás, pero también antes nosotras mismas, que lo que hacemos en ocasiones no es lo mejor para nuestros pequeños. Nos cuesta reconocer que, a pesar de predicar lo contrario y sabernos muy bien la teoría, en ocasiones nos comportamos violentamente con nuestros queridos hijos.
Nunca he pegado a mi hija. Pero si he deseado hacerlo, si he querido hacerla daño para satisfacer de algún modo mi frustración, y he sentido miedo de no saber controlarme. Nunca he pegado a mi hija, pero si la he tratado en ocasiones con violencia en las múltiples facetas de esta. Nos escudamos entonces en esa mochila que todos llevamos acuestas, en nuestras carencias infantiles, nuestros miedos o ese sufrimiento escondido a empujones en lo más profundo de nosotros y que nuestros hijos consiguen sacar tan fácilmente. Y ya no hablo de sentirnos superadas o de no tener apoyo o ayuda en la crianza de nuestros hijos.
¿Pero acaso todo eso es motivo para comportarnos como monstruos con nuestros hijos? Los adultos ahora somos nosotros, y dejar que nuestra niña interior lidie con nuestros propios hijos es un despropósito. No es fácil sanar a nuestra niña interior, eso requiere de un proceso largo y consciente por nuestra parte; pero dejar a nuestros hijos a manos de nuestra parte violenta (no olvidemos que esa parte también es nuestra, tratar de negarla es tratar de negarnos a nosotras mismas) sin más, me parece peligroso. El problema, como le digo a mi hija (quizás deberíamos repetírnoslo más los adultos), no es enfadarse, esto es algo legítimo a todos, sino dañar al otro (de la manera que sea) en nuestro enfado.
Nos vemos desafiados por nuestros hijos (perspectiva desde la posición propia infantilizada), nos sobrepasa una rabieta (uniéndonos a ella en vez de “tratarla” desde fuera), nos fastidian los gritos o el llanto inconsolables, nos supera una demanda con la que no estamos de acuerdo… y en vez de ver el sufrimiento, la incomprensión o el miedo de nuestros pequeños, sólo vemos los nuestros propios, y convertimos el desacuerdo en una espiral de confrontación, donde por muy mal que nos creamos sentir, el niño (y no me refiero a nuestro niño interior) siempre tiene las de perder.
Cuando llegamos a ese punto de nubarrón donde ya no vemos ni pensamos, sólo sentimos rencor e ira, y sólo deseamos sacar toda la frustración (mierda) que llevamos dentro, lo único que hacemos es dañar más y más a nuestras indefensas criaturas. ¿Qué hacer cuando tu hijo te pide un abrazo o un beso pero lo único que deseas es desahogarte en el daño físico? Sabes que con ese abrazo la situación podría empezar a calmarse pero no puedes dar ese abrazo porque en ese momento no lo sientes, porque para que la situación vuelva a su cauce la que tiene que calmarse eres tú.
En ocasiones mi hija me ha dicho algo que ha hecho, como si pulsase un resorte en mi interior, que pueda volver a la realidad. Frases como “no puedo dejar de llorar mamá, ¿qué puedo hacer?”. Pero esas frases no siempre suceden. Soy consciente de que tengo que establecer un código con mi hija, para que cuando se den esas situaciones y la adulta no sea capaz de tomar el control (es decir, yo), sea al menos la niña quien de la voz de alarma.
Por esto, y otras muchas cosas, me parece muy prepotente que los adultos nos creamos por encima de los niños, sabedores de toda la verdad. Nos queda mucho por aprender y por superar. Y lamentablemente lo hacemos a costa de nuestros hijos.
¿Creéis que los adultos siempre nos comportamos como tales?
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